Proteger, conservar, preservar

La protección del medio ambiente, la conservación de los recursos, y la preservación de la naturaleza son expresiones que se han convertido en habituales y que muchos usan como si fueran intercambiables. Sin embargo, protección, conservación y preservación apuntan en direcciones diferentes.

Hace algún tiempo escribí una columna que comparaba el ideal de conservación de los bosques norteamericanos del ingeniero forestal Gifford Pinchot con el ideal de preservación de los paisajes sublimes de Norteamérica, del pionero ecologista John Muir. El objetivo principal de la conservación es instrumental: existen ciertos “recursos naturales” que debemos usar de manera sustentable, para dejar suficientes para el uso futuro. La naturaleza está ahí para el servicio de los seres humanos, un medio para un fin. Ciertas convenciones para la protección de algunas especies usa este lenguaje como si fuera lo más normal del mundo: la Convención Ballenera, por ejemplo, habla de la importancia de mantener los “stocks” del “recurso” y de no sobrepasarse con las cuotas de extracción, para así asegurar que seguirá habiendo ballenas para futuros cazadores humanos. Las convenciones del Tratado Antártico para la conservación de petreles y focas antárticas siguen la misma lógica. Jamás se sugiere que la protección de los animales en cuestión se haga por su propio bien; su existencia es valiosa en tanto en cuanto valiosa para los homo sapiens. En los casos más iluminados de conservación, se reconoce que el valor de los animales o de la naturaleza no es solamente como madera, almohada o alimento, sino que también puede serlo como fuente de valores recreacionales, estéticos o incluso espirituales. Pero sea como sea, la naturaleza sigue siendo igual un recurso: estomacal o espiritual.

Cuando se habla de preservación, en cambio, se tiene en la mente un paradigma distinto de la relación de los seres humanos con todo lo demás, y del valor que todo lo demás tiene independientemente de su valor para nosotros. Si hubiera que resumirlo en una oración, podría decirse que en el modelo conservacionista quien tiene el peso de la prueba es quien quiere dejar la naturaleza como está, sin intervenciones humanas, mientras que en el modelo preservacionista quien debe justificarse es el que busca explotar el “recurso”.

Esta dualidad entre conservación y preservación es, como muchos han criticado, una dualidad occidental que sin embargo no se entiende en otras culturas y cosmovisiones, donde la división misma entre seres humanos y todo lo demás es un artificio en el mejor de los casos impreciso y en el peor de los casos, dañino.

Como la ecóloga de raíces Potawatomi Robin Wall Kimmerer repite incansablemente en su libro “Una trenza de hierba sagrada”, en su cultura y en muchas más las personas humanas se comportan como iguales entre otras personas animales, vegetales, rocosas, fluviales. Desde esta perspectiva, la naturaleza es todo, con nosotros incluidos, y protegerla es como proteger a nuestro hermano, a nuestra tía, a nuestros hijos e hijas. Aunque muchas veces hablamos de protección en conexión con discursos conservacionistas y preservacionistas, podría decirse que el significado más genuino de protección es este último, donde se protege lo que se quiere, lo que se sabe necesario para llevar una buena vida pero que al mismo tiempo se reconoce como teniendo su propia buena vida, independiente de nuestra existencia. La protección es además un concepto integral, que no funciona poniendo límites. Cuando de verdad queremos proteger algo, resulta obvio que no basta con la protección in situ. Para proteger debemos poner tanta atención en el objeto/sujeto protegido como en lo que lo rodea. Las líneas fronterizas pierden su sentido cuando lo que se busca es realmente la protección del medio ambiente/naturaleza o como quiera llamársele. Pero esto es tema de otra columna, en la cual una de las preguntas es si es posible para un país, por ejemplo, proteger efectivamente su naturaleza sin preocuparse de las de los demás, y sin que los demás se preocupen de la suya.

Los globales

Hay cosas tan obvias que se dejan de ver. Hoy vi una y me gustaría compartirla. Vivimos un momento en la historia de la humanidad donde por primera vez todo el planeta se halla conectado, o se intenta conectar, políticamente. Tenemos estados (número fluctuante alrededor de 185) entre los cuales se divide toda la superficie terrestre, excepto la Antártica, bajo su propio régimen territorial sui generis. En teoría, cada estado debería idealmente ser gobernado por “su gente”, entendidos como los ciudadanos del lugar. Nos encontramos, por supuesto, a muchas millas de eso, con muchos gobiernos antidemocráticos y activamente autoritarios, y muchos países con instituciones apenas funcionales. Algunos pierden la paciencia y dicen que esto fue un breve sueño, y que volveremos a variaciones del feudalismo y del despotismo más o menos ilustrado. Criticamos las democracias, el neoliberalismo nos hace olvidar el espíritu del liberalismo, algunos quieren involucionar a pequeñas comunidades autárquicas y otros aspiran a ser gobernados por un dictador virtuoso como ésos que se imaginaba Confucio, o por algún grupo de iluminados como ésos que se imaginaba Platón (la elección de género no es gratuita: se trata siempre de dictadores y de iluminados.

Por mi parte, quiero creer que es un comienzo; el comienzo de un camino donde los seres humanos ampliamos progresivamente nuestras tribus y entendemos de una vez por todas que coordinarnos y tomar en cuenta a los otros en nuestras acciones no es algo que sólo se hace de manera optativa o cuando se vuelve inevitable, sino un principio básico de convivencia. Hay mucho que mejorar, tanto en cuanto a cómo funciona la democracia, a quiénes incluimos en ella, a cuánto y cómo participamos y nos dejamos representar. Lo que es fácil olvidar es que el sistema político global en que nos encontramos es algo nuevo, una guagua de pecho si se mide en los tiempos de historia humana. Estamos en plena experimentación, con un derecho internacional naciente, foros internacionales en pañales, tímidos intentos por unirnos que se rompen fácilmente por aquéllos cuya ventaja está en dividir para reinar.

Una institución que creo que se necesita en estos momentos es una compuesta por “globales”, personas nacidas y criadas como ciudadanas del mundo y/o educadas con vocación cosmopolita.

Así como universidades, compañías, hospitales y otras instituciones incluyen “externos” en muchas de sus decisiones (o si no en sus decisiones, como consultores o consejeros o miembros de comités de evaluación), así también nuestros estados deberían apelar permanentemente al juicio de otros, que no tienen los mismos intereses y que pueden mirar un problema desde otra perspectiva, o darle voz a voces que de otra manera no serían escuchadas. Mientras nuestros sistemas educativos sigan cantando las glorias de nuestras banderas por sobre las de otras, no tendremos a los “globales” que tanto se necesitan. Y mientras no tengamos más “globales”, los estados seguirán actuando como los fans de la Realpolitik pronostican, como monstruos egoístas en un juego de suma-cero. La educación de ciudadanos y ciudadanas globales tiene que ponerse en la agenda en un mundo que hoy cuenta con un solo mapa político cuyas partes, supuestamente, deberían seguir una lista mínima de reglas comunes.